Las Ferias de Gallur. Espacio nómada a orillas del río Ebro.

Las ferias de Gallur.

Espacio nómada a orillas del río Ebro.

A veces pienso en Gallur, villa perteneciente a la comarca de la Ribera Alta del Ebro, el lugar donde di mis primeros pasos y viví mis primeros años, dominado por la silueta difusa del Moncayo a la distancia, enorme montaña del Sistema Ibérico, presente como un gigante que vigila siempre la región, furtivamente a contraluz por las tardes cuando son anaranjadas. A veces pienso también en sus gentes, en qué harán, y en como van menguando, cambiando y desapareciendo, al igual que su comunidad, sus costumbres, sus casas y calles que, cada vez más, se me antojan solitarias e inhóspitas.

A veces pienso en el verano allí y en las fiestas patronales del pueblo. Recuerdo cuando llegaban en años pasados con en el bullicio, la diversión, las peñas, la comida, las procesiones de gente siguiendo a los santos, cuesta arriba o cuesta abajo. Recuerdo el olor a comida en el aire, destilado desde las casas abiertas, los bares o las peñas. Recuerdo los largos paseos para mis pequeñas piernas, desde la plaza hasta las ferias, cuando era niño, así como las decenas de historias que podías encontrar cuando cualquiera te paraba con alegría y confianza para charlar. Recuerdo las puertas abiertas y risas por la noche, surgidas de los incontables recovecos habitados en cualquier callejuela, donde encontrar vecinos tomando la fresca en sus sillas, formando animados corros, saludando a todo el que pasara. Recuerdo las horas muertas en los recreativos, echando monedas de 25 pesetas en las máquinas de videojuegos y masticando chicles con forma de melón para luego pasar por la calle Baja o por sus aledañas, dando un rodeo en caso de que esta estuviese bloqueada por las vacas bravas, a la tarde, justo antes de volver a casa de la abuela para cenar con ella y con mi hermano, y quizás encontrarme con mis primos o mis padres.

Cierro los ojos y todavía consigo conectar con la imagen de los insectos en las farolas y las luces de las ferias, cuando caía la noche, con el olor del río como a barro y algas fluviales, oscuro ahí detrás, más abajo, con su rumor interminable. Veo en mi mente el puente de hierro a lo lejos, iluminado con el naranja del tungsteno de las viejísimas farolas, y todavía se me eriza la piel al pensar en la calidez de una noche de verano dulce, perdida en la inmensidad del interior, cerca de los campos arcillosos, cruzados de acequias.

Siempre he sido una especie de nómada, Gallur es testigo, con una vida en forma de puzle, durante años he ido y vuelto del pueblo, en diferentes épocas del año, pero en ninguna he faltado a sus fiestas, ya casi por inercia en los últimos años. Fue hace poco cuando me paré a pensar en las ferias que, como todos los años, aparecen como por arte de magia y sin avisar, al final de la calle Baja, al lado del río. Trazando un paralelismo con mi vida, hace poco empecé a reflexionar sobre las vidas nómadas de las personas que con mucho esfuerzo, paciencia y seguro que exiguos beneficios, crean esos campamentos efímeros e histriónicos llenos de luces, colores, plásticos, sonidos y caravanas.